Cuentan que a Carlos V le gustaba la caza, y durante su estancia en Granada en 1526 iba con frecuencia al Soto de Roma, que había sido desde la época nazarí una gran reserva propicia a este deporte. Se cuenta que un día el emperador se perdió y tuvo que pedir ayuda a un morisco y que este cristiano nuevo condujo a su soberano, sin saber quién era, hasta las puertas de Granada.
La anécdota es inverosímil, pero a veces se invoca para dar una explicación a la actitud bastante favorable del César hacia los moriscos. Es verdad que entre el reinado de los Reyes Católicos, cuando los musulmanes de la Corona de Castilla han sido obligados a recibir el bautismo o a tomar el camino del exilio, y el de Felipe II, lleno de revueltas, de temores, y de proyectos de expulsión, la época de Carlos V parece marcada por el signo de una mayor serenidad y de un relativo diálogo.
El emperador, nacido y educado en Flandes, no tenía, en el momento de acceder al trono, ninguna experiencia, ninguna idea o solución del problema morisco. Probablemente su descubrimiento fue progresivo. Un primer acercamiento pudo tener lugar en Zaragoza en 1518, con motivo de las Cortes de la Corona de Aragón, pero el monarca midió la realidad morisca durante su más larga estancia en España, entre julio de 1522 y julio de 1529, y más particularmente en los años 1523-1526.
En pocos años la situación cambió. La crisis de las germanías y sus consecuencias para los mudéjares de la Corona de Aragón requirió mucha atención por parte del emperador. ¿Qué hacer con los moriscos bautizados bajo la violenta presión de los agermanats en 1521? Carlos V consultó al Consejo de Aragón, al inquisidor general Alonso Manrique, al papa Clemente VII, ordenó encuestas, recibió emisarios de las comunidades mudéjares. Finalmente dio, en diciembre de 1525 la orden de imponer exilio o conversión a todos los musulmanes de la Corona de Aragón.
Los seis meses pasados en Granada, de junio a diciembre de 1526, fueron decisivos. Mandó a visitadores por las distintas zonas del reino de Granada, entre ellos a Gaspar de Avalos, y a fray Antonio de Guevara. Las conclusiones de la encuesta no dejaron lugar a dudas. Los cristianos viejos multiplicaban exacciones y vejaciones en detrimento de los moriscos y el resultado era desastroso.
Carlos V se dio cuenta de la inmensa complejidad del problema. Descubrió por primera vez la civilización musulmana, sus palacios, sus vestidos, sus casas, sus baños, sus calles inextricables, sus danzas, las zambras y leilas, que tanto le sorprendieron nada más llegar a la Puerta de Elvira, y teniendo el Albaicín, espejo delante de sus ojos, escuchó los relatos de las andanzas que hicieron sus visitadores por el reino.
El César tomó conciencia de la amplitud de la tarea: le correspondía conseguir la verdadera conversión de los cristianos nuevos, para ello intentó consolidar los lazos con los notables granadinos repartiendo privilegios y mercedes; y buscó la colaboración de los nobles aragoneses y valencianos, y llegó a un acuerdo para limitar la intervención de la Inquisición.
Aceptó las importantes contribuciones propuestas por las comunidades moriscas, y sobre todo se mostró decidido a resolver el problema religioso. Mientras se suspendía la aplicación de todas las medidas que prohibían las llamadas costumbres peculiares de los moriscos, se intentaba establecer unas verdaderas redes parroquiales, fomentar la creación de colegios reservados a moriscos y crear numerosas campañas de evangelización.