domingo, 1 de febrero de 2009

WASHINGTON IRVING
SE PRESENTA A SI MISMO

Siempre me ha gustado visitar escenarios nuevos y observar comportamientos y costumbres diferentes. Ya en la infancia mostré una innata tendencia a los viajes, recorriendo hasta el último rincón de mi ciudad natal para pasmo e irritación de mis padres y enriquecimiento del pregonero.


Grabado de Nueva Amsterdam,
Antecedente de Nueva York (Siglo XVII)
Con el paso de los años extendí el círculo de mis exploraciones: nada me placía más que un día festivo para dedicarlo por entero a recorrer los alrededores cada vez más distantes de mi casa. Así me familiaricé con cuantos lugares representaban algo importante en la historia o las tradiciones populares del estado de Nueva York. Conocía todos los sitios donde se había cometido un asesinato o un robo, y desde luego todos aquellos en los que se hubiera aparecido un fantasma. Visité las ciudades cercanas para alimentar mi necesidad imperiosa de conocimientos, cuyo tesoro almacenaba en cuadernos donde iba anotando cuidadosamente las diversas costumbres de la gente y mis conversaciones con los sabios y grandes hombres de cada lugar.
Uno de esos interminables días de verano ascendí un monte lejano desde donde dirigí la mirada aún más lejos. La inmensidad de esta terra incognita de la cual sólo era un simple individuo penetró de golpe en mi mente, y su extensión recién percibida trastocó mi espíritu.

Uno de los primeros planos de la Gran Manzana,
conocida entonces como Nueva Amsterdam - 1664
Este deseo incontenible de viajar aumentó con los años. Los libros de viajes se convirtieron en verdadera pasión hasta el punto de que abandonaba a menudo mis obligaciones escolares para embeberme durante horas en sus historias. ¡Con qué placer recorría después los muelles mirando cómo zarpaban los barcos hacia horizontes remotos! ¡Con cuánta envidia los observaba perderse en lontananza mientras en mi imaginación los acompañaba hasta los confines de la Tierra!
Las lecturas posteriores y las reflexiones de madurez redujeron inevitablemente estas ilimitadas inclinaciones a términos más razonables, pero sólo contribuyeron a reforzar mi decisión inicial. En cuanto pude recorrí gran parte de mi país. Si sólo hubiera sido un amante de los bellos paisajes, habría satisfecho con creces mis necesidades estéticas en aquellos primeros viajes, pues pocos lugares del mundo los ofrecen los ofrece mejores: lagos enormes, auténticos océanos de plata líquida; montañas que roban su color; valles famosos por su fertilidad y praderas infinitas cuya vegetación se mece al viento como las olas del mar; gigantescas cataratas envueltas en su eco cósmico; anchos y profundos ríos que alimentan en silencio el mar; bosques intrincados de vegetación exuberante; cielos límpidos donde brillan exultantes las nubes en verano y se exhiben mágicas las auroras.
Es cierto, ningún americano necesita buscar en ninguna otra parte del mundo escenarios naturales ante los que conmoverse. Pero Europa aporta algo diferente: los encantos que se derivan de su milenaria tradición poética. En ella se exhiben las más exquisitas obras de arte y pueden vivirse los refinamientos de una sociedad altamente civilizada, al tiempo que las peculiaridades específicas de las diferentes tradiciones regionales.
Mi país se muestra pródigo en promesas juveniles, Europa acumula los ricos tesoros de los tiempos; sus propias ruinas, piedra a piedra, atestiguan la profundidad de su historia. Deseaba recorres los escenarios de tantas hazañas, pisar su tierra eternamente hollada, resguardarme al pie de los castillos y meditar entre torres desmoronadas. Un viaje, en suma, que me permitiera escapar de la plana realidad del presente para perderme entre las grandes sombras del pasado.
Quería, además, conocer personalmente a los grandes hombres de la Tierra. Reconozco que tenemos algunos en América, sin duda no existe ni una sola de nuestras ciudades que no pueda presentar su propia colección con orgullo. Durante mi juventud conocí a muchos, aunque no siempre me satisficiera su sombra, pues no hay peor cosa para un hombre pequeño que la sombra de uno grande, sobre todo si se trata de un gran hombre de la ciudad. En fin, ansiaba conocer a los de Europa, máxime tras leer en varios libros que los animales degeneraban en América. Si eso era cierto, pensé, un gran hombre europeo sería en relación al americano como el pico más alto de los Alpes y las altas praderas del Hudson. Confirmaban estas hipótesis los aires de grandeza y la actitud prepotente de muchos viajeros ingleses a pesar de que, según quienes les conocen, en su país suelen ser gente sin la menor trascendencia. Deseaba conocer esa tierra mágica y a su raza de gigantes de la cual apenas soy un espurio descendiente.
Para bien o para mal, he tenido la inmensa suerte de realizar mis sueños. He recorrido muchos países y he sido testigo de la variedad infinita que conlleva la vida humana. Nunca afirmaré que he analizado ambas cosas con el punto de vista del filósofo. Me he limitado a observar a mi alrededor con la mirada propia de los enamorados de lo curioso cuando pasan delante del escaparate de una librería, atraídos a veces por sus bellas líneas, otras por el atavismo de alguna caricatura o, simplemente, por la belleza del paisaje.
Tal como el turista moderno acostumbra a viajar lápiz en mano para mostrar luego en casa sus vivencias a los amigos, así me siento yo impelido a exhibir las mías mediante mis escritos. Sin embargo, cuando releo las notas que he tomado con tan digno propósito, me asusto al comprobar cómo mi particular sentido del humor me ha conducido por temas ajenos por completo a los que cualquier viajero al uso hubiera considerado interesantes para conservarlos en un libro. Temo que causaré en el lector el mismo desencanto que el desafortunado pintor que, después de un largo viaje por Europa, sólo presentase dibujos de paisajes solitarios y apartados. Su carpeta rebosa de apuntes realizados al natural, románticos y personales - chozas, bosques, ruinas desconocidas -
, pero falta la catedral de San Pedro, la bahía de Nápoles, el Etna o algún glaciar.


Uno de los últimos retratos del escritor
Texto escrito por Washington Irving,
que se solía incluir como prólogo en
las ediciones de sus libros de viajes