El Guardián de San Francisco
(Tradición granadina)
Convento de Santa Cruz, iglesia Santo Domingo o de Santa Escolástica. |
En la sacristía del convento de Santa Cruz de
Granada, hoy parroquial de Santa Escolástica, veíase hace algunos años (no sé si
existirá a esta fecha) un lienzo ya bastante oscuro y deteriorado, pero que a
pesar de todo dejaba adivinar la destreza del pincel que lo creó, encerrado en
una de esas molduras doradas y sobrecargadas de adornos de pésimo gusto que
tanto abundan en el interior de los templos.
Aquel cuadro, como otros muchos de los que
pasan desapercibidos ante los ojos del viajero que visita los monumentos
granadinos, tiene su historia particular. Representa un anciano religioso de la
orden de San Francisco, de ojos hundidos, pómulos salientes, nariz aguileña y
demacrado semblante.
Es pura y simplemente un retrato; pero hay
tal dulzura en sus labios descoloridos, tal humildad en sus ojos y tal
misticismo en todo su conjunto, que muchos han creído ver en él una efigie del
santo fundador de aquella orden, a quien el artista, por uno de tantos caprichos,
hubiese suprimido las manchas
sangrientas en el costado y en las manos que sirven de distintivo a San
Francisco de Asís. Sin embargo, no es su imagen la que está representada en
aquel lienzo; es la de uno de sus prosélitos, digno émulo de su maestro.
Imagen de Santa Escolástica. |
He aquí su historia.
En la estrecha y desigual plazuela que media
entre la llamada del Realejo y las tapias que rodeaban el compas del convento
de Santa Cruz, había por los años 1708 a 1710 una casa de gran apariencia, perteneciente
a don Guillen de Acuña, anciano caballero que había ocupado uno de los mejores puestos
en la corte del rey don Carlos II; pero a la muerte de aquel débil monarca, no
quiso mostrarse partidario del duque de Anjou, y unido esto a encontrarse
cansado de las intrigas palaciegas, retirose a Granada, su patria, para
dedicarse por completo a la educación de su hijo único, y por lo tanto heredero
de su ilustre nombre y su pingüe fortuna.
Pero al cabo de algunos años pudo convencerse
el bueno de don Guillen de que había perdido lastimosamente el tiempo; pues en
la época a que nos referimos, el joven don Andrés de Acuña, que era ya un
apuesto mancebo, bien por efecto de su natural carácter, bien porque la misma
educación recibida hubiese halagado su vanidad y amor propio, era uno de los
jóvenes mas desenfrenados de la ciudad, habiendo ya creado fama con sus
continuas pendencias y locuras.
Débil el padre para contenerle, satisfacía
todos los caprichos del hijo sin atreverse a sostener con él una polémica
seria; contentándose con gruñir (o este cuadro, según se nos ha informado, se
hallaba en la iglesia del convento de San Francisco, pasando al lugar que hemos
indicado, al ser demolido aquel templo de Santa Escolástica) entre dientes cada vez que pagaba una
nueva deuda contraída por aquel o que llegaba a sus oídos la noticia de otra
hazaña; en tales términos, que raro era el día que no tenía don Guillen algún
entuerto que enderezar ó algún agravio que desfacer.
Mientras tanto don Andrés continuaba su vida
de disipación y crápula, gastando el oro a manos llenas en orgías y bacanales
con otros jóvenes tan libertinos y procaces como él, sacando la tizona a cada
momento por un quítame allá esas pajas, y teniendo, como quien dice, en un puño
a todo bicho viviente.
Pero como al fin y a la postre no hay persona
que no dé con la horma de su zapato, he aquí que también nuestro héroe dio con
la suya cuando menos se figuraba.
En la calle de Elvira, muy cerca del pilar
del Toro, habitaba una joven viuda de hermoso rostro y gallarda presencia, y
hubo de prendarse de ella don Andrés y pasear su calle, sin considerar que
aquella dama tenía un amante a quien no había de gustar ver moros en la costa.
Resultó, pues, lo que era consiguiente; riñeron ambos rivales delante de la
casa de la bella, y con tan negra fortuna aquella vez para nuestro joven, que
cayó al suelo mortalmente herido y fue conducido a su casa sin esperanzas de
vida.
Don Guillen rabió, se mesó los cabellos, puso
en juego cuantos medios le sugirió su mente para castigar al agresor; pero todo
fue inútil. El rival de don Andrés, que se llamaba don Juan de Maldonado,
estaba agarrado a buenas aldabas, como que era nada menos que primo del alcalde
de casa y corte; y como además de esto, nadie sentía el percance ocurrido
porque no había quien no tuviese motivos para profesar a nuestro galán odio y
mala voluntad, se echó tierra sobre el asunto y todo el mundo quedó tranquilo,
esperando que aquella herida sirviese a don Andrés de pasaporte para el otro
barrio.
Pero contra todas las esperanzas, el joven no
murió de aquella hecha; y aunque lenta y penosa su curación, pudo al fin
ponerse de pie y prepararse para nuevas aventuras.
Entonces empezaron de nuevo los temores, y
todos compadecieron a Maldonado, porque recelaban que tarde ó temprano sabría
don Andrés cobrarse en la misma moneda. Pero aquel no echó el aviso en saco
roto, y se preparó para el caso de un nuevo ataque, haciéndose guardar las
espaldas cuando iba a ver a su dama.
Por su parte don Andrés no olvidaba el
agravio, y esperaba con ansia el momento de vengarse; pero unas veces las
prescripciones del médico, otras los ruegos de su padre, le retuvieron
encerrado en la casa más tiempo del que el fogoso doncel podía soportar.
Por fin, una noche, encontrándose bastante
firme y ardiendo en vengativos deseos, sobornó a un criado para que le
entregara la llave de la puerta, y armándose de su tizona se lanzó a la calle,
cerca de la una de la madrugada.
Atravesó con paso ligero la plaza del Realejo
y la calle de Santa Escolástica; pero al pasar frente al convento de San
Francisco, vio destacarse con paso lento y silencioso una sombra del pórtico de
la iglesia y dirigirse al centro de la calle, como cortándole el camino. Ya
hemos dicho que nuestro joven no era cobarde; así es que echó mano al puño de
su espada para abrirse paso; pero la sombra siguió impertérrita, y entonces el
aterrado mancebo observó que era un fraile franciscano, cuyos ojos despedían en
la oscuridad un brillo vago y fosforescente.
Sintióse acometido de un terror hasta
entonces desconocido, y haciendo la señal de la cruz emprendió la fuga lleno de
pavor, sin atreverse a mirar atrás, y no paró hasta verse dentro de su casa y
encerrado en su cuarto.
Pero una vez allí y recobrada la calma, entró
de nuevo en él la reflexión. ¿No podría ser aquello un ardid para probar su
valor? ¿Qué se diría al día siguiente, cuando se supiera que don Andrés de
Acuña había huido de una sola persona? Pensó además en la dama de la calle de
Elvira, que estaría a aquellas horas conversando con su amante; pensó en el
grave peligro que había corrido por culpa de éste y no pensó más. Bajó
precipitadamente la escalera, cruzó el patio y el portal, y abrió Don Andrés sintió
erizársele el cabello y helársele la sangre en las venas. En la plazuela y a
muy corta distancia, vio al mismo fraile de paso lento y ojos fulgurantes que
avanzaba, avanzaba sin cesar hacia él.
Cerró la puerta lleno de espanto, y subiendo
como un loco a su cuarto, se dejó caer en un sillón.
¿Quién podía ser aquel fatídico monje que le
perseguía? ¿Qué quería de él? Otra vez entró la reflexión en su ánimo. ¿Aquello
debía ser un disfraz: tal vez era algún conocido, algún amigo que se burlaría de
él al día siguiente y cómo escucharía aquellas burlas sin correrse de
vergüenza?
Era preciso saber quién era el fraile; era
preciso salir de nuevo a la callé.
Don Andrés se levantó, abrió la puerta
de su cuarto y dio unos cuantos pasos. Pero al mirar a1 fondo del corredor, vio
bellísima sombra, callada, tétrica, silenciosa, que avanzaba sin hacer el menor
ruido, sin mover un solo pliegue de su habito.
El joven no pudo soportar aquella tercera visión;
dio un grito agudo y cayó sin sentido en el pavimento.
Cuando tornó en si cuerdo, era completamente decidido.
Se hallaba en su lecho y rodeado de varios amigos.
—
Bien te
lo indicamos ayer. le dijo uno; todavía no estás bastante firme para salir a la
calle; así que a la mitad del corredor te faltaron las fuerzas y caíste
desmayado.
—
Y ha
sido un caso providencial, añadió otro; no sé cómo se enteró Maldonado
de que anoche pensabas ir en su busca, y te tenia dispuesta una celada. ¡¡¡Cuatro
hombres te esperaban en la plaza Nueva para asesinarte a traición!!!
Don Andrés escuchaba todo esto atónito y sin
pronunciar una sola palabra.
Sus amigos le creyeron como todavía preso de
la fiebre; pero muy pronto vieron que sus ojos se cerraban, sus labios se llovían como
murmujeando una plegaria y de sus parpados corrían lagrimas abundantes.
También pudieron entonces observar un fenómeno
muy extraño: en su frente, antes tersa y juvenil, se señalaban algunas arrugas
prematuras, y en su cabellera negra y lustrosa, blanqueaban algunas hebras de
plata.
Un mes después de aquella noche terrible,
tomaba don Andrés de Acuña el hábito en el convento de San Francisco; y fue tan
ejemplar su vida, que pasó a ser guardián, falleciendo en la mejor opinión a
mediados del siglo.
Este es el personaje que representa el
retrato que hemos mencionado. En cuanto al suceso que motiva esta historia, no
respondemos de su veracidad. ¿Seria efectivamente un aviso del cielo que evitó
a don Andrés de Acuña ser asesinado, abriéndole al mismo tiempo el camino de su
salvación, o tal vez que todo fue resultado de un acceso febril?
Sea como fuera, yo me limito a contarlo tal
como lo refiere la tradición.
Leyenda recogida en 1901 por Salvador Pérez Montoto.
Bruno Alcaraz Masáts